domingo, 19 de junio de 2011

Rafael Escalona / Cuando el vallenato se vuelve alta poesía


Rafael Escalona
Cuando el vallenato se vuelve alta poesía

Por Juan Manuel Roca y Marco Antonio Campos
La Estafeta del Viento
15 de agosto de 2009

Es difícil tarea o una rareza encontrar a un colombiano que no guarde en su memoria, como parte de su imaginario, de su educación sentimental y de sus querencias, una canción o una tonada con letras de Rafael Escalona. Las gentes del país y del exterior que oyen por primera vez una composición suya, empiezan por preguntar quién es ese autor que narra episodios aldeanos, que pronto dejan de serlo, para hacerse, a lo que podríamos llamar, la provincia universal. ¿Quién es Rafael Escalona? ¿Quiénes son a la vez los seres cotidianos y mitológicos que pueblan sus canciones? ¿Cuál es su tradición? ¿Cuáles son los ríos que van a dar a la mar que es su música? Gracias a Josefina Castro, famosa por su proverbial amabilidad de estirpe vallenata, entramos en contacto con el autor de paseos y merengues inolvidables como “El testamento”, “El pobre Migue”, “El almirante Padilla”,  “La creciente del Cesar”, “El gavilán cebado”, “La custodia de Badillo”, “Elegía a Jaime Molina”, “El playonero”, “El general Dangond" y “La casa en el aire". Rafael Escalona, maestro entre maestros vallenatos, nos abrió de par en par las puertas de su casa en el norte de Bogotá en una clara tarde de noviembre que se volvió memorable. Rastreó con generosidad su andadura por la música, desde su habla sencilla y sugerente, un tanto apagada pero siempre evocadora. Rafael Calixto Escalona Martínez nació En el pueblo de Patillal, departamento del Cesar, el 27 de mayo de 1927; murió hace unos meses en Bogotá.


Juan Manuel Roca -Marco Antonio Campos (P): Usted empezó a escribir vallenatos desde los 13 años. ¿Qué tipo de canciones eran?
Rafael Escalona (R.E.): El tipo de canciones que empecé a hacer entonces es el mismo que hago ahora, cuando tengo 80. Las canciones no cambian de ritmos ni los sentimientos; cambian de tema. Por eso me han dicho los amigos, entre ellos el ex presidente Alfonso López Michelsen, que mis canciones son crónicas musicales. Y creo que sí; lo mismo que el periódico comenta cualquier suceso nacional, de la capital o del extranjero, yo también en mis canciones he hecho cantos, y los hago silbando. Con la maquinaria del acordeón, las canciones se han ido dispersando por el mundo.
P: Silbando, explique un poco eso. ¿La música empieza a nacer como un silbido…?
R.E.: Porque yo, que no toco instrumentos, silbo mis canciones hasta darles música y luego otro, que las oye, les da el tono y el color, como lo hizo Poncho Cote con su guitarra durante muchos años. La mayoría de los poetas que yo conozco suelen decirme que mis letras me vienen de la inspiración. No creo en ella; creo en estados de ánimo. Pienso que si la inspiración existiera, la venderían en frascos en las boticas. Creo en un estado de ánimo porque no hay un examen directo de nosotros mismos. No se siente rabia cuando se está alegre, no siente lo mismo en una fiesta que en un velorio. Escribe según le dicta el estado de ánimo en el que se halla.
P: Pero ese estado de ánimo no nace por sí solo. Se necesitan atrás muchas horas de trabajo: haber oído, leído y vivido.
R.E.: Yo creo, como dijo el doctor López Michelsen, que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. El estado de ánimo no es la inspiración: el estado de ánimo existe de acuerdo a las circunstancias. El secreto está en que perdure tiempo en nosotros y se pueda escribir en un momento dado, por ejemplo, de lo que hemos sentido por la muerte  de un familiar o de un amigo, de la desgracia de un vecino, de la caída del árbol bonito por el huracán… Esas cosas que pasan y dejan algo en nosotros y que yo vuelvo en algún momento crónicas musicales. 
P: De esos primeros vallenatos de adolescencia ¿algunos se grabaron o quedaron en el olvido?
R.E.: No se han grabado algunos. Yo jamás pensé entonces que eso se iba a grabar ni que yo iba a salir nunca de mi tierra. No era como el compositor de ciudad o el compositor comercial que hacen canciones por encargo porque saben que alguien se las irá corriendo a editarlas. Nunca he ido a pedir que me graben una canción, no por vanidad o megalomanía, sino porque en mi tierra no había nada de esas cosas. Lo que oíamos eran discos extranjeros.  
Llegó una época, por el cincuenta, cuando ya aparecieron las grabaciones, se consolidaron radio y  televisión, y Colombia iba con la pisada del adelanto. Pero paradójicamente yo no me inicié en Colombia grabando mis canciones; la gente se las iba aprendiendo, corrían de boca en boca, pero ante mi sorpresa, no los compositores de mi tierra, sino en México y Cuba las editaron primero. Mis canciones fueron adquiriendo un valor comercial, se iban quedando poco a poco en el gusto de la gente.
P: Era la Provincia un mundo lejano y aislado.
R.E.: En ese entonces en Valledupar, a excepción de los ricos, nadie tenía radio. En el pueblo, en las mañanas, los patriarcas, la gente de mayor edad, y los intelectuales, se reunían para contarse las cosas. “¿Qué noticias hay? ¿Qué dijo el radio anoche?”, se preguntaban. Por primera vez se sabía el mismo día lo que pasaba en Bogotá, en otras partes del país y en otras partes del mundo. 
P: ¿Pero hubo siempre en usted la idea de hacer de la canción una crónica cantada? Todas sus paseos y merengues, o al menos los que hemos oído, desarrollan una anécdota o cuentan una historia, y uno los oye y les encuentra siempre algún giro nuevo que los hace muy distintos a las composiciones comerciales, baladíes y reiterativas, que abruman el mercado y que se las lleva pronto una ráfaga de aire. Usted suele contar historias que son agradables por su sencillez, su ternura, su gracia, su picardía. No faltan rimas o giros sorpresivos.
R.E.: Para mí contar una historia es fundamental. Siempre, siempre fue así. Únicamente que ya mayorcito empecé a mirar con atención otras cosas, sobre todo las mujeres, y no dejé de hacerles canciones. No eran crónicas del todo verdaderas, pero el sentimiento sí lo era. Y en esto de inventar cosas yo tenía que hacerlo y ofrecerles en mis palabras lo que otros no les ofrecían: estrellas, arco iris, perlas, golondrinas… Me gustaba echarles mentiras a las muchachas. Con esas canciones volví a aterrizar. Me situé geográficamente. Desde muy jovencito yo tenía que cantar para que se supieran las cosas.  Miren: cuando yo me fui a estudiar al Liceo Celedón –de Valledupar partí a Santa Marta- compuse una canción que se llama “El Testamento”.  Tiene algo de romántica, dicha con lenguaje sencillo y provinciano. Según lo establecido, el testamento es la vol untad de la persona para que, después de su muerte, se entreguen las cosas que él quiso dejar. Hay, por un lado en la canción, una parte narrativa, y por el otro, un romanticismo palpablemente provinciano: “Adiós morenita, te vas a quedar muy sola/, Anoche dijo el radio que abrieron el Liceo./ Como es estudiante ya se va Escalona,/ pero de recuerdo te deja un paseo,/ que te habla de aquel inmenso amor/, que llevo dentro del corazón,/ que dice todo lo que yo siento,/ que es pura nostalgia y sentimiento/, grabado con el lenguaje grato/ que tiene la tierra de Pedro Castro./ Adiós morenita, me voy por la madrugada;/ no quiero que me llores, porque me da dolor./ Paso por Valencia, cojo la sabana,/Caracolicito y llego a Fundación./ Y entonces me tengo que meter/ en un diablo al que le llaman tren,/ que sale por to’ la zona pasa/ y de tarde se mete a Santa Marta”.
    “Un diablo al que le llaman tren”, sí. Para el campesino de entonces el tren era algo raro y lo calificaban de una manera despectiva: hablaban de él como el diablo. Nosotros ya habíamos visto al tren en el cine, pero el campesino todavía no.
Es también, por una parte, una canción costumbrista, porque voy narrando asuntos de los pueblos, pero por la otra, cambio la cosa, y me conduelo, no de mí, sino de ella: “Ese orgullo que tú tienes no es muy bueno:/ Te juro que más tarde te vas a arrepentir./ Yo sólo he querido dejarte un recuerdo/ porque en Santa Marta me puedo morir./ Y entonces me tienes que llorar/ y, de ñapa, me tienes que rezar,/ y, claro, te tienes que poner traje negro,/ aunque no gustes de él./ Y entonces te vas a arrepentir/ de lo mucho que me hiciste sufrir”.
P: Lo que usted y los maestros vallenatos han logrado es volver los nombres propios familiares para todos. Usted ha hecho que que ya sean parte del imaginario popular Jaime Molina, Poncho Cote, Miguel Canales, el compadre Simón, el Tite Socarrás, o mujeres como Vevita, la Maye, la brasilera, la Vieja Sara, o ríos como el Guatapurí y el Cesar, o poblaciones como Valledupar, La Paz, Valencia, Fundación, Villanueva, Manaure o Santa Marta... Aunque la inmensa mayoría no conozca las personas y los sitios, por la música y la letra de sus vallenatos, les hubiera gustados conocerlos y a su manera creen conocerlos.
R.E.: Yo estaba concentrado en mi tierra. Yo no creía que eso iba a tener importancia para el mundo. No era egocentrismo; yo hacía mi canto para mi gente: por molestar a un viejo, por alegrar a una niña, por demostrarle a un profesor mi afecto, por jugarle una broma a los curas… Me ubicaba en mi región y cantaba lo que era de ella y a los que vivían en ella, aunque también he compuesto cantos para quienes no eran de allí, como la brasilera o la antioqueña María Tere. Por mí que el Quijote se quede con su fama. A diferencia de él, a mis Dulcineas las he pellizcado. Hay canciones en las que las mujeres tienen que estar con su nombre. ¿Por qué? Porque sí. No veo por qué no.
P: Es fama –como escribe Daniel Samper- que a usted se le van los ojos “detrás de cualquier bonita que se aceruqe a menos de 33 kilómetros de radio”.
R.E.: Y sí.
P: ¿Y los ríos y los pueblos?
R.E.: El Guatapurí es el río famoso de Valle de Upar, que en lenguaje arhuaco quiere decir agua fría. El Guatapurí, el Badillo, el Cesar esos tienen la característica de las distancias: algunos muchos kilómetros, otros menos o más kilómetros. Corren de norte a sur: el Guatapurí le cae al Cesar y el Badillo al     ¿?          , y ambos caen al Magdalena, pero como el Magdalena es un monstruo, se hace de ambos. Pero no ha sido por las buenas.
Esos contornos geográficos tengo que ligarlos a la canción y en la canción a los personajes, porque los hechos que voy a narrar y las personas que voy a introducir necesitan un escenario. 
P: ¿Cómo fue lo de la María Tere?  
R.E.: Le cuento. Yo estuve en el Festival del Arte en Cali. Había delegaciones de muchas partes. Asistían, entre otros, Marta Traba, Gabo, Alejandro González Obregón. Con ellos estaba María Tere, una niña muy bonita, directora del Museo de Cerámica de Medellín, quien había estudiado en Finlandia. Estaba también Atahualpa Yupanqui. Me acuerdo que dijo el maestro que era un indiecito de las nieves. Que no sabía leer ni escribir. Yo no sabía si creerle. Me pidieron que dijera algo. Nunca antes me había encaramado a una tarima. E improvisé unos versos: “Colombia tiene comarca/ y dos valles sin igual,/ el uno es el Valle del Cauca,/ y el otro es Valledupar”.
La niña María Tere merecía el viaje. Dispuesto a seguirla, me fui con Colacho Mendoza a Medellín. Y le llevé también una canción: “Ella es antioqueña de la serranía,/ pero fue allá en Cali donde nos encontramos,/ y cuando vio que me venía,/ se puso triste y quedó llorando. / María Tere, María Tere,/ antioqueñita de ojos verdes,/ yo sólo quiero que me recuerdes,/ mi María Tere, mi María Tere”.

P: Usted cita a Colacho Mendoza, acordeonero inigualable. ¿Qué importancia tuvo para sus canciones?
R.E.: Muchísima. A Colacho lo conocí cuando tenía como 13 años y duró 17 conmigo. Fue un muchacho al que lo enseñé a tocar lo que llaman ¿TROVO?, es decir, la manera de tocar una canción donde uno se sale de la música inicial pero con la misma tonalidad melódica. Se separó cuando se casó pero estuvimos juntos siempre y llegó a ser gran acordeonero. No sólo yo, sino mis amigos lo trataron y lo quisieron, entre ellos, Poncho Cote, Jaime Molina y Miguel Canales. Le di oportunidad de codearse con acordeoneros mayores y aprendió aún más. Fue fundamentando su escuela al ir aprovechando de cada uno y llegó a ser el acordeonero más melodioso. Colacho vivía conmigo en la finca. Era gente de mi confianza. Y se iba con mis amigos a parrandear en los pueblos: con mi compadre Pedro Castro, con los hijos de Pavajeau, con el compadre Molina (el hijo del doctor Hernando Molina, el de “La Patillalera”). Colacho era un muchacho de lo más decente; por lo regular el acordeonero era gente analfabeta; él no. Colacho murió hace tres años.
P: ¿Y qué importancia ha tenido el acordeón para el vallenato? 
R.E.: Aquí tenemos que entrar al tema histórico. Cuando organizamos el festival vallenato los periodistas primero estaban muy agradecidos y escribían crónicas resaltando la alegría y el entusiasmo que despertó. Empezaron a hablar del acordeón y muchos dijeron que los españoles lo habían traído. Yo fui al periódico El Tiempo y dije que era una gran mentira, que cuando los españoles llegaron no se haía inventado el acordeón. Tampoco lo inventó un alemán. Fue un biznieto de Marco Polo que lo trajo de la India. El acordeón, tan bullanguero, tan enamorador, tan parrandero, es, sin embargo, muy incompleto, porque le falta el pentagrama. Ya en 1925 en Marsella, se inventó el bandoneón, que es el que suena en las orquestas, y ayudó a popularizar el tango. Pero para tocar bandoneón es necesario estudiar música, pero para el acordeón no.
Los marinos europeos trajeron el acordeón, instrumento aún rudimentario, que se había establecido en Europa en los países escandinavos, pero en el pueblo, no en la sociedad. El acordeón llegó a las provincias del norte. Por ejemplo, si los marinos llegaban a cargar a Santa Marta, se la pasaban quince días bebiendo en hoteles, cantinas y burdeles. Si usted iba a Riohacha, en cualquier tienda, cantina u hotelucho, encontraba un acordeón empeñado u olvidado. El pueblo lo tomó y lo hizo suyo, y claro, algunos lo tocaban mejor. Las arrias de mulas iban de Valledupar o Mompox por toda la costa a buscar el whisky o la seda u otros productos que llegaban a la Guajira desde Aruba. Y desde allí traían los acordeones y la gente fue aprendiéndolo a tocar, y no sólo eso, sino iban creándose dinastías de acordeoneros en Fonseca, en Barranca, en Villanueva, en San Juan, en La Paz, en Valledupar, en los pueblos de la sabana… Al principio el acordeón lo tocaba la plebe, la gente ignorante. Se cantaba en confianza. En mi pueblo se cantaban canciones como ésta: “La mujer que yo coja/ la hago parir,/ que si no es por la boca/ es por la nariz./ La mujer me dijo a mí/ que le diera un tinajero,/ un baúl de siete cuartas/ pero que fuera ligero./ Yo soy el hombre que pone/ a la mujer amarilla,/ de que la pongo la pongo/ a la mujer de rodillas.” 
     “¡Pero qué horror!”, exclamaban, cómo se iba a cantar eso. Pero eso era lo que podían contar, porque no podían hacer más nada. Esa gente se ubicaba y cantaba lo que mejor podía. 
P: ¿Y qué pasó después?
R.E.: Aparecí yo. Mi padre, el coronel Clemente Escalona, que nació en Ciénaga, fue hombre muy culto. Era liberal y combatió en la guerra civil de los Mil Días. Pertenecía a la Gruta Simbólica. Mi madre, Margarita Martínez, estuvo en Europa. La economía de esos pueblos se basaba en la ganadería. No había agricultura. Mi padre no descuidaba la parte cultural de nosotros, claro, de acuerdo al adelanto de la Provincia. El Tiempo llegaba a Valledupar, pero nosotros vivíamos en el pueblo de Patillal. El Tiempo, que llegaba en enero, le llegaba a mi papá en febrero o marzo, después que todos los patriarcas de Valledupar lo habían leído, y mi papá lo leía porque quería saber de liberalismo. Yo no entendía mucho la cosa, pero cuando leía, por ejemplo, que el doctor tal tuvo un accidente en su carro y se llevaron a la niña a la clínica, tenía la idea de que eso también podía volverse canción. Comencé a escribir mis canciones y al público le gustaron mucho pues eran como cosa de ellos. Como no estábamos acostumbrados al lirismo ni a las metáforas yo iba directamente al tema y hablaba de los personajes que conocía, como el playonero. ¿Quién era el playonero? Urbano Castro, un muchacho no profesional, pero muy culto, el cual se dedicó a sus playones, es decir, a su ganado, en Valledupar. Y por eso compuse ese vallenato: “Yo salí de los playones,/ yo salí de los playones,/ a la orilla del río Cesar,/ yo sé el que sé enlazar, hombre,/ a los novillos cimarrones,/ cuando salen de la montaña/ a dormir en los playones/ y se van de madrugada/ porque el tigre se los come.”
P: ¿No sería el vallenato un mundo de juglaría? Alguien se aprende las canciones de los maestros del vallenato y las van cantando de pueblo en pueblo, se van fijando, y se vuelven parte de la memoria auditiva de la gente a través de las generaciones. 
R.E.: Eso. Claro. En la edad media en Europa lo fue a su modo y aquí lo fue a nuestro modo. 
P: Pero el vallenato no se impuso enseguida…
R.E.: En la sociedad se cantaba con música de viento. Se oían discos. El pueblo comenzó a cantar el vallenato pero después la sociedad lo adoptó. Por ejemplo, el compadre José Castro tomaba el acordeón y cuando cantaba la gente lo tomaba con respeto. El doctor Pavajeau, Evaristo Gutiérrez y Aníbal Guillermo Castro parrandeaban en la plaza y hacerlo fue volviéndolo normal. El vallenato se introdujo en la Provincia hasta ser de todos.
P: Nos quiere decir que en el Cesar, en la Guajira, en el Magdalena, en Bolívar, ser músico significaba algo muy importante y respetado.
R.E.: No sólo fue, lo es. Figúrese: Había acordeoneros que eran los únicos de su pueblo y todos estaban pendientes de tener su música.
P: ¿El vallenato se bailaba?
R.E.: Antes no, después sí. En una parranda cualquiera puede cantar y bailar.
P: ¿Qué lo hace pensar que el vallenato es la música más auténtica colombiana? ¿No lo es también el porro?
R.E.: Que el vallenato es lo más auténtico está demostrado históricamente. El porro es auténtico, pero no ha tenido ni de lejos la difusión internacional del vallenato. Es secundario.
P: ¿Y el joropo?
R.E.: Lo mismo. Tiene origen morisco, aun la palabra misma.
P: ¿Cómo eran aquellos amigos entrañables que aparecen retratados en la exitosa serie televisiva de 1991 que Sergio Cabrera dirigió y de la que Daniel Samper hizo los argumentos (Escalona): Miguel Canales, Poncho Cote, Jaime Molina, Tite Socarrás (si bien en la serie hay ligeros cambios de nombres, sobrenombres o apellidos)…? Por ejemplo, don Rafael, quién era Miguel Canales, personaje muy querible, a quien le compuso “El pobre Migue” y que aparece también en “El Perro de Pavajeau”.
R.E.: Los amigos son producto del medio ambiente. Miguel Canales era campesino y ganadero. Tenía mucho roce porque pertenecía a una familia muy distinguida en el pueblo de La Paz. Nos conocimos en la escuela primaria en Valledupar. En el pueblo éramos muy hospitalarios. Yo tenía mi barra de amigos. Me conocía con los forasteros, como llaman allá a las gentes de otros pueblos. A Miguel yo lo invitaba a mi casa, almorzábamos los domingos. Recíprocamente, él me invitaba a La Paz, que queda a 18 kilómetros de Valledupar. La Paz era un pueblo bastante primitivo y las casas eran casi todas de madera. La carretera entonces no estaba pavimentada. Sucedía que yo llegaba a su casa y me decían que se había ido a la montaña, pero la montaña de allá no es como la de aquí, en Bogotá. Allá, en los llanos, los potreros son grandes, de cincuenta hectáreas, pero siempre se deja un predio, también grande, de árboles corpulentos, de árboles frutales, y por abajo puede caminar el ganado, mientras uno a caballo lo va cuidando, y en el verano, cuando La Paz está bastante maltratada, se sueltan los rebaños para que coman allí. El lugar tenía el nombre de la montaña. Y yo preguntaba por Migue, y me decían que estaba en la montaña. Fue entonces cuando escribí el vallenato en 1944: “Cuando viene de La Paz algún amigo/  le pregunto si ha visto a Miguel Canales;/ dicen que en la montaña está perdido,/ que tiene mucho tiempo que no sale./ De su vida, de su vida no se sabe/ porque Migue en la montaña está perdido;/ dicen que tiene barba como un padre/ que tiene mucho pelo, como un indio./ ¿Qué le estará pasando al pobre Migue/, que tiene mucho tiempo que no sale? Apuesto que si sabe que yo vine/ de la montaña sale el pobre Migue./ Le dicen que lo espero aquí en La Paz,/ que si él no viene aquí yo voy allá./ Cuando sigo, cuando sigo preguntando/ me dicen que no tiene cuando venir/ porque se ha convertido en ermitaño/ y de la montaña no quiere salir./ Me le dicen, me le dicen a Miguel/ que se deje, que se deje ver la cara,/ que si no vine aquí yo voy por él/ antes que se lo trague la montaña”. 
P: ¿Y Poncho Cote, que aparece en varias de sus canciones (“La vieja Sara”, “La nostalgia de Poncho Cote”, “El gallo panameño”, “El compadre Simón”)?
R.E.: Fue mi profesor de historia y de castellano en el tercer año de bachillerato en el colegio Loperena. El colegio todavía existe. Era 12 años mayor que yo, pero era folklore. Tocaba muy bien la guitarra. Él ya me conocía incluso antes de conocerme. Poncho Cote perteneció al grupo de pedagogos modernos; no era de los viejos que te pegaban en las manos. Era un muchacho veinteañero que lo tuteaba a uno. No decía: “Señor Escalona”, sino: “Rafa, tú” o “Apúrate, tal”.  
P: ¿Y el profesor Castañeda, a quien le hizo una de sus primeras canciones allá por 1943?
R.E.: El profesor Humberto Castañeda era muy joven y carismático. Lo queríamos mucho en el colegio Loperena. Cuando me veía en el recreo jugando con los muchachos bajo los árboles –hacía mucho calor- me reclamaba cariñosamente: “Rafa ¿qué haces?.- Jugando, profe, jugando.- ¿No te das cuenta que el miércoles tienes examen de geografía y te voy a rajar? ¿Usted no es el calculao?”. Cuando se fue a Riohacha le compuse el canto: “Cuando sopla el viento frío de la Nevada/ que en horas de estudio llega al Loperena,/ ese frío conmueve toda el alma, lo mismo que la ausencia del profe Castañeda”.
P: ¿Y Jaime Molina, a quien le compuso una de las elegías más conmovedoras que hemos oído como canción? De los amigos fallecidos sólo a él y a Pedro Castro les escribió una canción. 
R.E.: Jaime era de Patillal. Crecimos puerta con puerta, pared con pared. Nuestras madres eran muy amigas. Su madre me tomaba de la mano y la mía la de él. Desayunábamos o comíamos lo mismo en la casa de uno que en la del otro.
P: ¿Y él lo enseñó a parrandear como escribe usted en la canción?
R.E.: No, ambos nos enseñamos. A él le gustaba mucho la pintura. Conservo las caricaturas de él. Recuerdo que en el colegio hubo un concurso. Nos pusieron a pintar al general De Gaulle, y yo le gané porque con lápices de colores le hice mejor el kepí. Jaime quedó mal, porque era mejor pintor que yo. Pero después nos pusieron a pintar a Joe Louis, el boxeador de los Estados Unidos, campeón de los pesos pesados, y él me ganó porque pintó mejor los guantes. Seguimos siendo muy amigos, pero llegó un momento, ya hombrecitos, en que me fui para el Liceo y él se quedó en Valledupar. Pasados los años era pechichón –consentido- de los viejos. Le gustaba contar cuentos y canciones. Era un hombre inteligentísmo y de un humor muy brillante. Solía molestarme diciendo: “Oye compositorcito ¿cuándo me vas a hacer mi canción?” Y yo le contestaba: “Señor pintorcito, cuando usted me haga mi retrato”. Y un día, en una vaina, quedamos en que si él moría primero yo le hacía un canto y si yo moría primero él me dibujaría un retrato. Esa es la fundamentación del canto: “Recuerdo que Jaime Molina/ cuando estaba borracho ponía esta condición:/ Que si yo moría primero él me hacía un retrato,/ o si él moría primero le sacaba un son./ Ahora prefiero de esa condición/ que él me hiciera el retrato y no sacarle el son”. Jaime murió en 1978.
P: Y Lorenzo Morales, o Moralito como usted le dice. Me parece que usted, igual que Emiliano Zuleta, no lo trató muy bien: “Porque Moralitos es un andariego/ que cambia de nido ni el cucarachero”.
R.E.: No, no, no… Él vivía en el caserío de Guacoche, cerquita de la montaña donde Miguel Canales. Eran como 20 minutos. Nos íbamos allá a parrandear con él. Me llamaba “niño Rafa”. Cuando estábamos en Guacoche era fiesta porque los Canales eran muy ricos. Mandaban a comprar chivo y trago y lo repartían a la gente. Morales era un hombre chiquito, moreno, habilidoso para hacer los techos de palma de las casas. Todavía vive. Tiene cosa de 102 años. Me hice amigo de él, pero con el respeto que se le brinda a los mayores.  A veces lo mandaba llamar a La Paz e iba. 
P: ¿Y era un indio chumeca como le dice Emiliano Zuleta en “La gota fría”?
R.E.: No. Es que por donde vivía había una tribu llamado los chumecos, y como Moralitos era bastante moreno y de pelo liso, Emiliano la tomó por allí. 
P: ¿Cómo conoció  a Emiliano Zuleta?
R.E.: Vivía en Villanueva. Poncho Cote era hincha de él y su amigo íntimo. La madre de él era la Vieja Sara, que era también madre de Simón y Toño Salas. La Vieja Sara vivía en El Plan, arriba de Manaure, y era quien mandaba allí. Yo no conocía a Emilianito. Poncho me hablaba mucho de él y me cantaba sus canciones. Una vez llegó un amigo de Villanueva, Beltrán Orozco, que había sido magistrado, para darnos la noticia de que Emiliano estaba enfermo. Entonces yo le compuse una canción donde cuento que en el Valle recibí la noticia de que él estaba malo. “De Manaure ha llegado Beltrán Orozco/ y yo le he preguntado cómo sigue Emilianito,/ y él me responde que el pobre estuvo loco/ pero se está curando y ya está mejorcito./ Yo quiero que sane,/ que no viva solo,/ que vuelva a Manaure/ pa’ que cante ‘El Zorro’”. Claro, “El Zorro” era la famosa canción de Emiliano. Entonces Emilianito vino al Valle a conocerme y me llevó a El Plan con la madre, la Vieja Sara, que era una vieja inocente, campesina, y después yo la iba a visitar, y le tomé mucho cariño. 
P: Y la Maye, que aparece, tanto en sus canciones de la época del Liceo Celedón ¿quién era? Por ejemplo, en la serie televisiva aparece con ese sobrenombre cariñoso de Maye y con el nombre propio de Matilde.
R.E.:  Es un nombre genérico. Es Matilde, es Ana, es Genoveva…
P: ¿Y a quien considera sus maestros en el vallenato?
R.E.: Mi gran maestro fue Tobías Enrique Pumarejo, a quien conocí de niño en Patillal, a quien le bañaba incluso su caballo. Lo seguía por todas partes y, claro, lo escuchaba con admiración en las parrandas. 
P: Y frente a a aquellos grandes del vallenato, del llamado vallenato clásico, como Tobías Enrique Pumerajo, Emiliano Zuleta, Lorenzo Morales, Alejo Durán, Leandro Díaz, Juancho Polo Valencia ¿cómo ve el vallenato de ahora?
R.E.: Eso no es vallenato, es más bien rock and roll.




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