viernes, 29 de junio de 2012

Granta profunda / De viaje literario por la América superficial

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Granta profunda

De viaje literario 
por la América superficial


La edición española de la revista “Granta” te escoge como uno de los veintidós autores en español a tener en cuenta y de repente te descubres viviendo la versión barras y estrellas del típico “si hoy es miércoles, esto es Bélgica”. Eso le sucedió a Alberto Olmos, uno de los protagonistas patrios (junto a Javier Montes y Andrés Barba) de una gira que, bajo el lema de “Building Bridges”, lo condujo a Seattle, Chicago y Nueva York; a conocer al juez Garzón y al redactor de la Ley Sinde, a testimoniar una existencia de hoteles, “groupies” y lujos varios que, de algún modo, también forma parte de la literatura.

Por  ALBERTO OLMOS
La literatura era esto: aviones, hoteles, taxis, micrófonos, chicas guapas y millonarios. Creíamos que la literatura iba de morirse de hambre, de desperdiciar en pijama la vida por alcanzar la Gran Obra. Error. A día de hoy eso ya no es literatura; es escritura. La literatura en nuestro tiempo es todo lo que hace un escritor cuando sale de casa, es decir, cuando no escribe.

Entre todas las actividades que sacan a un novelista de su cuarto, ninguna tan literaria como una gira promocional. El primer avión me llevaba a Seattle. Allí comenzaba la tournée literaria “Building Bridges”, organizada por la revista Granta en español dentro del Programa SpainCulture. Junto a Javier Montes y Andrés Barba, otros dos autores de la lista Granta, pasaría dos semanas de aviones, hoteles y taxis, de micrófonos, de chicas guapas y millonarios. Lo único que debía preocuparme era no perder ningún vuelo, ningún taxi, ningún calcetín en ningún hotel; hablar en inglés ante el micro; firmar a las chicas dedicatorias decisivas y, sobre todo, recordar que a los millonarios les gusta que les llamen editores.
Del salmón a Garzón

En Seattle nos esperaba David Gutterson. Nadie sabía quién era. Premio Pulitzer, película con Ethan Hawke, traducido a veintiocho idiomas: ése era David. Nuestra road manager era Valerie Miles, la única editora capaz de hacer sentir a un escritor que todavía es él la estrella del show. Después de comer todos juntos, David nos llevó a ver salmones. David estaba entusiasmado con los salmones. Era temporada de cría (en realidad, no sé de qué) y en las esclusas del canal podríamos observar a los salmones remontando la corriente. Al señor Gutterson aquello lo emocionaba hasta las lágrimas. Parecía un escritor retirado, hastiado incluso, con pasiones nuevas que sólo alcanzaban los alrededores de Seattle, sus parajes y bichos, y al que la industria editorial le aburría tanto como a mí mirar el salto del salmón.

Por la mañana me había dado una vuelta por Seattle. Había casi tantos Starbucks como mendigos, una lonja, una biblioteca psicodélica y un montón de tristeza. Juzgar una ciudad por un rato que pasas en ella es una crueldad inevitable. Mi juicio sobre Seattle fue desolador. Mal vestidos, barbudos, erráticos como las grietas de una pared, numerosos peatones solitarios que me cruzaba por la calle parecían lamentarse aún de no haber parado con su propio cráneo el disparo que tumbó a Kurt Cobain. Llevaban todos gorros de lana, de colores mortecinos, alineados con sus sienes, como si las quisieran tener siempre presentes, en el punto de mira de un gesto por venir.

Por eso, quizá, leían. Siempre había libros en las mesas de las cafeterías, en esos bolsillos insondables del abrigo cotidiano; y la biblioteca, casi escandalosamente sofisticada, se insinuaba como el motor intelectual de todas las conversaciones de la ciudad.

Nuestra charla tuvo lugar en Elliot Bay Bookstore, una librería napoleónica y cálida, regentada por un tipo, Rick, que a la caída de su párpado izquierdo y a su pelo cano les administraba una inteligencia de tendero taimado y próspero. Su librería era de las pocas de Seattle que, de momento, no cerraba.

En esa primera charla estuvo Baltasar Garzón. Al día siguiente daba él mismo una conferencia en la universidad. Seguramente un español no puede resistirse a la solidaria maldad de escuchar a otro español hablando inglés.

Despaché con él en el ágape posterior al “panel”; y con decenas de asistentes. Todos firmamos un montón de Grantas y nos convencimos de que sí, de que la literatura era esto.

Darwinismo evidente

A partir de aquella charla con celebrity incluida, era evidente sin embargo que sólo podíamos ir a peor. Una charla puede ser aburrida o irritante para el que participa en ella, pero una gira de charlas clónicas es necesariamente aburrida e irritante. Eso aprendí.

La misma conferencia que dimos en Seattle la dimos en San Francisco, en Chicago, en Washington y, dos veces, en Nueva York. Un panelista profesional sabe que lo que va a decir ya lo ha dicho muchas veces, pero tiene que decirlo con impostada pasión nuevamente para que el público no note que le están sirviendo anécdotas recalentadas. El panelista profesional es un fingidor que finge sobre todo su reacción a la reacción del público, tan previsible, tan comprobada.

Era inevitable competir, pesar en balanzas inconscientes las risas que provocaba el otro escritor al hablar, las miradas que se le dirigían, la docta aprobación del moderador a su discurso. Esta soterrada sensación de competitividad, que era puramente deportiva en Elliot Bay Bookstore, en Books Inc., en el Instituto Cervantes de Chicago, en BusBoys & Poets y en The Center for Fiction, apareció insepulta y en todo su esplendor en la penúltima charla: la dábamos en McNally Jackson (Nueva York) y a ella asistirían un buen número de editores destacados: de New Directions, de Farrar Straus, de Penguin…

Por supuesto, yo no tenía ni idea de la existencia de estos sellos editoriales, pero sí era consciente de que sus responsables podían ser responsables a su vez de la más absoluta felicidad de un autor: ser publicado en Estados Unidos. Me miraba y nos miraba (a los autores de Granta, los ya mencionados Montes y Barba, pero también Oliverio Coelho, Federico Falco, Rodrigo Hasbún y Carlos Labbé, presentes en las charlas neoyorquinas) como a esos niños de la película Las normas de la casa de la sidra, que se repeinan y se revisten de ternura el día en el que acuden al orfanato las parejas adoptantes, con la intención de provocar en estas parejas la decisión que les saque del hospicio; del ruedo ibérico, en nuestro caso.

El salto al inglés parecía complicado, sin embargo. En todas las charlas, el último tramo que señalaban los moderadores o el público asistente de la presencia española en su cosmovisión literaria era el que representaban García Márquez y Vargas Llosa. Daban a entender que de la escalera de la literatura en español no se había subido ni un peldaño en las últimas cuatro décadas. Ni siquiera Roberto Bolaño era mencionado.

Después de las charlas, de las conversaciones epigonales y del cigarrillo post-simposio, solía haber chicas o fiestas. Estaba fumando con desaconsejable lentitud a las puertas del Intituto Cervantes de Chicago –dentro era donde estaba el negocio– cuando una mujer me abordó. Yo ya la había visto, al otro lado de la acera, lanzándome miradas mientras escribía a bolígrafo en un trozo de papel. “Hola –me dijo–, ¿tú estabas en la mesa, no?”. “Sí”, dije, triunfal. Su español era excelente. Tendió su mano con humildad y sonrojo. “¿Le podrías dar esto a Andrés Barba?”. Cogí la nota: en ella figuraba un número de teléfono y una dirección de mail. “Sí, claro”. “Me gustaría hablar con él, comentar”. “Sí, claro”.

Como buen go-between le hice llegar a Andrés el billete. Por supuesto, me vi obligado a comentar las características físicas de la dama. Por supuesto que la literatura era esto.

La fiesta más conveniente se desarrolló hacia el final de la gira, en el apartamento en Manhattan de una agente literaria llamada Nicole. A la fiesta acudirían todas las personas importantes del mundillo.

Yo no fui.

Desde luego, mi absentismo podía muy bien ser interpretado como una fenomenal estrategia autopromocional, porque no estar es siempre motivo de pesquisa, comentario o nombramiento, y uno es sin duda mucho más interesante cuando no está y es su hueco halagüeña embajada de su carisma.

No fui porque me perdí en la Sexta Avenida, caminando en la dirección contraria.

El espía y el escritor

Chicago fue turismo de poder. La charla era en el Cervantes de la ciudad y sólo hubo tiempo para un apresurado paseo matutino. El turismo de poder es como el turismo de las catedrales pero mientras las están haciendo. Todo el mundo era allí muy importante y llevaba camisas de cuadritos y tenía un gran futuro cayéndole encima. Conocí a un señor que era, de hecho, el organizador de la gira y que, cuando me dio la mano, ni siquiera me miró. Después hablé con él por casualidades del cóctel y acabamos comentando la acampada en la Puerta del Sol de Madrid, lo que nos llevó, azarosamente, a comentar la Ley Sinde, de la que yo me mostré temerariamente partidario. Me dijo: “Me alegro de que estés a favor, porque yo fui quién redactó esa ley”.

Era Guillermo Corral, y para demostrarme (soy suspicaz) sus responsabilidades mayores en la Ley Sinde sacó su iPhone y buscó su nombre en Google, y me mostró un texto donde le acusaban de ser un agente de la CIA.

“¿Lo eres?”, dije.

En Chicago también conocí a Aleksandar Hemon. Al contrario que el resto de autores, no sonreía, no era guapo, no vestía con elegancia, no parecía cómodo en la situaciones sociales y no tenía particulares pasiones por estrechar manos y dejar tarjetas en las palmas. Inmediatamente pensé: “Éste sí que es un escritor de verdad”.

¿Es Kate Winslet?

La última charla era en 192 Books y yo no participaba. Carlos Yushimito era la nueva incorporación del encuentro y los demás autores mencionados en esta crónica asistimos solidaria o activamente. Al acabar la primera ronda de intervenciones, salí a la calle a fumar. Ya no volví a entrar.

Miraba libros en el escaparate y me preguntaba cómo quedarían mis títulos en inglés y en Europa Editions o New Directions. Sopesaba, cigarrillo tras cigarrillo, el descomunal croquis informativo de nuevo cuño que debía integrar en mi memoria: nombres de sellos, de editores, de agentes, de autores publicados en esos sellos o llevados por esos agentes. Sopesaba la insoportable competitividad, el sueño de la fama, la tristeza de no estar escribiendo y, sin embargo, sentirme más literario que nunca.

En estas andaba cuando pasó delante de mí Kate Winslet, llevando de la mano a su hija. ¿Era Kate Winslet?, me pregunté. Viendo su ropa, sus andares, su rostro casi anodino, dudé. Junto a mí llevaban ya un buen rato tres mujeres vestidas con pantalón negro y blusa blanca: eran las camareras del cóctel que vendría luego. Una de ellas cuchicheó con las demás, emocionada: “¡Kate Winslet!”.

La fama es una cosa de camareros.

Cajones en las alturas

“Vamos a la fiesta de New Directions, ¿te vienes?”. Aurelio Major me encontró solo en la puerta y me hizo esta proposición. Yo me había perdido la gran fiesta de anoche, en casa de Nicole, y me pareció compensatorio animarme. “Bueno”.

En la 80 con 8th Avenue estaba la sede de New Directions, en la planta 19. Nada más pisar sus moquetas raídas y contemplar sus archiveros de metal baqueteado, supe que eso sí era literatura. Otra vez. Barbara Epler, la editora, empezó a darme libros y consejos, sobre todo acerca del paradero del alcohol. La editorial, con 75 años a sus espaldas y las medallas de Tennessee Williams, Ezra Pound o Henry Miller en el pecho, era un dédalo de cubiles miserables, encantadoramente diminutos. Circulaban por ellos personajes como Paul Yamazaki, librero de City Lights, el dramaturgo español Iñigo Ramírez de Haro (su Me cago en dios se había estrenado en la ciudad como Holly shit), la modélica librera de McNnally Jackson, Sarah McNnally, y un ruso pizpireto e inútil con el que estuve hablando de Horacio Castellanos Moya.

Curioseé por la sede editorial con considerable desvergüenza. Tiraba de las asas de todos los cajones donde aparecía escrito, en una cartela, algún nombre legendario: “Correspondencia de Dylan Thomas”, decía uno; “Correspondencia de TS Eliot”, decía otro. “Literatura Española/Derechos”, otro más. Pero todos estaban cerrados.

En un armario de puertas acristaladas, vi pegado una enorme hoja de papel con un poema manuscrito: iba firmado por Lawrence Ferlinghetti.

Todo era tan mítico que para salir al balcón había que saltar por la ventana.

Eran las doce de la noche en lo más alto de la ciudad.

Manhattan bramaba contra el río Hudson, y el río Hudson bramaba contra Manhattan.

Desde las alturas no se puede continuar el camino.


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