domingo, 6 de octubre de 2013

James Salter / Quemar los días / Nosotros los viejos capitanes



James Salter
Nosotros los viejos capitanes 
Quemar los días, de James Salter
Por Mar Padilla
BIOGRAFÍA
Egresado de West Point y combatiente en la guerra de Corea, James Salter el escritor estadounidense, nacido con el nombre de James A. Horowitz, evidentemente escudriña en su biografía para obtener temas y contenidos a su obra. Mar Padilla la ensayista, antropóloga y periodista catalana, colaboradora de nuestra revista, nos acerca a este narrador ya aposentado en el gusto de muchos lectores.


Juego y distracción. Eso es lo que debe ser la vida en este mundo, en contraposición a la futura vida superior, según el Corán. Juego y distracción,es también el nombre de una de las pocas novelas de James Salter (Nueva York, 1925), de profesión escritor, guionista, piloto y periodista y, de vocación, contumaz vividor. En Quemar los días, Salter presenta su obra más acabada, a la que ha destinado mayor dedicación y audacia: su propia vida.
Como un personaje de Fitzgerald, romántico y desposeído, Salter desgrana en su autobiografía una vida acuciada de deseos infinitos, de insaciable sed de aventura y de experiencias definitivas. Estas memorias son la crónica más amable y feliz de un siglo aciago y cruel como pocos, el siglo XX, y de una cultura, la norteamericana, en uno de sus semblantes más jugosos: la viva “intelligentsia” de sus escritores y de los libérrimos personajes que pululaban en Hollywood.  En trazo grueso pero certero, como ráfagas, Salter describe su vida entre llamadas a la acción y una serie de encuentros decisivos, que marcan su personalidad y lubrican su doble motor más íntimo: el ansia de vivir y su ambición, abstracta pero persistente, de lograr hacer algo “grande”.
Por su vida,  -en bares de hotel, en terrazas de la Costa Azul, en tabernas del viejo París, en polvorientas pistas de aterrizaje o en suntuosas cenas en casas de amigos-, pasaron William Faulkner, Jack Keruoac, el general McArthur, Saint Exupéry, Bernard Shaw o Robert Redford, entre muchos otros. Pero también da voz y rememora –“tener memoria sólo de uno mismo es como venerar una mota de polvo”, nos dice- a multitud de héroes y perdedores anónimos. Son compañeros de aviación, maridos cornudos, productores de poca monta, prostitutas sabias y condesas alocadas, actores frustrados, camareros. Todos, de una u otra forma, le marcaron y le ayudaron a perseverar en su más preciada búsqueda: en sus propias palabras, “la emoción de lo inalcanzable”.
Quemar los días es también, entonces, una sorda crónica sobre el aprendizaje de la decepción, donde esa búsqueda de lo inasible, del Santo Grial vital e intelectual se queda en el camino. Deportivamente, Salter acepta este destino, pero pone el acento en el esfuerzo, en la acción y en la suma de experiencias. “Nos pusieron en este mundo para hacer cosas”, dijo Auden. Y se le va la vida en ello: pilota aviones, se hace militar, viaja por todo el mundo, se acuesta con las mujeres interesantes, conoce a los tipos más duros, se bebe todo el alcohol de Los Ángeles, Nueva York, Londres y París, escribe novelas, hace películas, tiene hijos. La fascinación –teñida de negra melancolía por un tiempo, una mirada a la vida y unos hombres que ya no existirán jamás- que sentimos por Salter reside en su fresca inocencia, en la férrea voluntad de sus acciones y, también, en su desarmante honestidad. Así es al menos en sus sentimientos de envidia ante los que consideran que “han llegado”: Salter describe sin cortapisas la lividez de su rostro al ver a un ex colega de aviación reconvertido en astronauta surcar el cielo y llegar a la luna –un acontecimiento extraordinario que, de ser él el astronauta en vez de su compañero Aldrin, habría saciado sus ansias de gloria-. Confiesa también sus sentimientos de honda envidia al leer A sangre fría de Capote pero, inopinadamente, también le arrebatan de resquemor los hijos de sus amigos “por su inteligencia y su futuro”, o todas las personas que nacieron en California en los años 40 y “se habían criado allí, o le habían dedicado incontables días perdidos”.
Pero sean buenas, malas o anodinas, las vívidas experiencias de Salter –glosadas en una escritura lírica y, a la vez, sobria y elegante-, te hacen reflexionar sobre tu propia vida, sobre lo que quieres ser y lo que quieres hacer. Y entonces quieres ser como él, porque cree en lo que hace, sin fisuras: “nosotros los viejos capitanes, dijo supuestamente Pershing a MacArthur, nunca debemos flaquear”, susurra en sus páginas.
La prosa de Salter, como la los grandes escritores norteamericanos, es precisa, afilada y contundente. La agudeza y concisión de sus observaciones y retratos nos atrapan sin remisión, porque su generosidad –Salter es de los que opinan que la vida les va mejor a los derrochadores que a los agarrados- es desarmante.
Como las buenas películas norteamericanas, Quemar los días nos habla de un tiempo y de unas personas que creían en la acción para llegar al más resplandeciente de los futuros. De espíritus inquebrantables, de purasangres que corren y ganan. La cristalina inteligencia del autor, exenta de cualquier rastro de vanidad o cinismo, comparte aprendizajes, reflexiones y experiencias sobre el proceso de vivir, el más fascinante de los relatos, al que volvemos una y otra vez, en todos y cada uno de los libros.


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