miércoles, 24 de septiembre de 2014

Silvina Ocampo / Invenciones del recuerdo

Aurum
Dino Vals
Silvina Ocampo
BIOGRAFÍA
INVENCIONES DEL RECUERDO

Por un camino bordeado de personas en vez de árboles, en el recuerdo llego a mi infancia. Pero no sólo las personas son importantes: hay casas, jardines, objetos, paisajes, sabores, fragancias y músicas que son como esas plantas que crecen debajo de los árboles y que miramos más que a los propios árboles. Catalina Iparaguirre, con sombrero y guantes negros puestos, se mira en el espejo. Su pelo es la parte más impersonal de su cuerpo, la más engañosa, la más importante, la que más le gusta; tiene vetas amarillas, verdes y marrones oscuras. Hace más de treinta años que se lo tiñe y más de setenta que brilla sobre su frente manchada, sin perder ese vigor que le permite enroscarlo sobre su cabeza sin batirlo y sin rellenarlo. Con la falda larga de lustrina y la escoba, Catalina Iparaguirre barre el piso como nadie. Ni una hilacha ni una basura quedan. Sus prendas más preciadas son para ella el estuche de sus anteojos y el paraguas del cual no puede separarse porque sirve tanto para la lluvia como para el sol, tanto para alcanzar objetos que están colocados sobre el armario como para abrir las banderolas, tanto para castigar a un gato como para sostenerse cuando camina, tanto para acariciar una alfombra como para matar a un hombre obsceno, si pudiera.

En la calle, cuando sale a hacer compras o a pasear, detrás de los árboles, en los zaguanes de las casas, en los jardines, ve siempre enamorados o exhibicionistas.

Exclama: “¡Chanchos!”, al mirarlos de soslayo. ¿Algunos merecen el insulto? ¿Otros no? Pero en su vehemencia no hay justicia. Nada le indigna tanto como el amor, ni siquiera las estafas, ni siquiera las injusticias, ni siquiera la mala suerte. Catalina Iparaguirre es ama de llaves.

Un ama de leche y un ama de casa no valen tanto ni se hacen respetar tanto. Esos objetos de metal, mágicos para los niños, infernales a veces para los grandes, que abren y cierran armarios, cofres, cajones, puertas, candados, cuelgan de su cintura con sonido litúrgico. De ella dependen el orden, la riqueza y la limpieza de la casa.

Es odiada y querida, tal vez menos querida que odiada.

Sus dedos enrulados por el reumatismo saben remendar, como los dedos de un hada remilgada, multicolores medias sobre un huevo de madera.

Frente al espejo, de pie, como un maniquí, ¿qué hace y qué piensa Catalina Iparaguirre? Se quita el sombrero que está recubierto, como un postre, de tul; deja el paraguas sobre una silla, junto con los guantes, se acerca a la ventana para poner en hora el reloj que cuelga de una larga cadena de su cuello y piensa en Sultana, la perra de los vecinos, que en varias oportunidades orinó y defecó en el zaguán. Seguramente piensa después en mí: yo tengo siete años, cara de muñeca que abre y cierra los ojos, pelo largo caído sobre las orejas, mejillas rosadas, boca grande. “¿Dónde estará?”, piensa Catalina. No le importa que me pongan en penitencia, ni que me manden a acostar sin postre. Ya tengo toda la malicia de las personas grandes. Miento, me burlo de la gente. Le digo: “Usted se tiñe el pelo” a ella, a Catalina Iparaguirre, que nunca se puso nada en el pelo. La malicia no lleva a nada bueno. Sé cómo nacen los niños. Es una vergüenza. Con esa cara de angelito, le dije a Lucía: “Yo sé cómo nacemos. No venimos de París, salimos del ombligo de la barriga”. Lucía contestó: “Es muy feo lo que estás diciendo” y me reprendió: “No se dice ombligo de la barriga, se dice ombligo del vientre”.

“¿Dónde estará?”, piensa Catalina. Mi nombre rima con el de ella. Ella no se acuerda de su infancia. Su infancia no ha existido. ¿Cómo puede comprenderme y yo comprenderla a ella? Me quiere, eso sí, porque es su obligación, pero por ningún otro motivo. Yo le ocasiono molestias: si me lleva a pasear es para cansarla, si me cuida es para hacerle pasar malos ratos, si me baña por las mañanas y me jabona la espalda y las orejas, que siempre están sucias, es para recibir lluvias de agua y de jabón en su bata nueva de lustrina. Nunca le gustaron los niños, porque son ladinos y misteriosos, siempre tienen los dedos llenos de dulce, los zapatos embarrados y la nariz mojada. Los niños le gustan tal vez menos que los padres que los producen. Cuando cumplió doce años un hombre pretendió conquistarla con caramelos especiales para seducir, se llamaban Seducirol. No olvidaría nunca al seductor: tenía bigotes, el pelo ondulado y fumaba todo el tiempo. Se llamaba Rufo Gudiño y era portugués.

La madre de ella, Remigia Iparaguirre, consentía que el hombre festejara a su hija con golosinas. Rufo Gudiño tenía grandes plantaciones de olivos, regalaba damajuanas de aceite, era el hombre más rico del pueblo. Tenía cuatro dientes, un anillo y dos relojes de oro. Cuando llegó el día del compromiso, Catalina se escondió debajo de una parva: no apareció durante la fiesta. Cuando llegó el día del casamiento, Catalina se había embarcado con una prima que iba a tomar los hábitos en Buenos Aires.

Era lo único que rememoraba de su infancia y de los hombres. Todos los hombres eran Rufo Gudiño para ella, y todos los niños, su infancia que no recordaba.

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