lunes, 1 de diciembre de 2014

Triunfo Arciniegas / Hijo de herrero, escritor de palo




Triunfo Arciniegas

Triunfo Arciniegas: 

hijo de herrero, escritor de palo

BIOGRAFÍA


Semana.com habló con Triunfo Arciniegas acerca de sus inicios como escritor. Estas son sus recomendaciones para lectores principiantes.

Semana, 28 de noviembre de 2014


Autorretrato
Ciudad de México, 21 de marzo de 2013
Triunfo Arciniegas



Semana.com: ¿Cómo fue su experiencia en la infancia con respecto a la literatura, la lectura y la escritura?

Triunfo Arciniegas: Mi niñez terminó precisamente cuando papá decidió que nos fuéramos a vivir a Pamplona. Dejé en Málaga al primer gran amor de mi vida, mi abuela Emperatriz. Qué arrogancia, ¿verdad? Soy Triunfo, nieto de Emperatriz. Ni ella ni yo decidimos nuestros nombres. Ella vivía de lavar ropa ajena, y yo apenas soy un pobre bebedor de relámpagos. Mantuve con mi abuela una relación afectuosa, poética y comercial. Durante la semana memorizaba coplas. Se las declamaba el domingo y ella me enviaba a entregar un traje recién lavado y planchado y con el peso que recibía del dueño entraba a cine. Poesía con poesía se paga. Pero entonces mi papá, con ese corazón de gitano, decidió una vez más que nos íbamos de Málaga. Ya habíamos vivido en Sogamoso, Belencito y Ragonvalia.

Me fui a Pamplona por un sendero de lágrimas y comencé a escribirle a mi abuela largas cartas, con ilustraciones, y sin respuesta, por supuesto. Una tía se encargaba de la lectura. Cuando se me agotaba el tema, inventaba. De ahí vengo, de las cartas a mi abuela. Pamplona era entonces más frío que ahora y el viento nos mordía las orejas. Para colmo, llegamos a vivir en la parte alta, detrás del cementerio. Una vez vi enterrar a un pobre sin cajón, en la tierra cruda. Como había llovido, al caer en el hueco, el cuerpo salpicó a los presentes. En esa atmósfera desolada, ante las montañas peladas y sin un solo amigo, me refugié en la lectura de los libros y pronto empecé a escribirlos.




Semana.com: ¿Qué leía de niño?

T. A.: Leí, en la Biblioteca Municipal, El Tesoro de la Juventud, una enciclopedia que nunca he vuelto a ver, y los libros que la bibliotecaria seleccionaba para mí. Había un mueble en un rincón, con vidrio y chapa, que la bibliotecaria abría con una pequeña llave de oro que colgaba de su cuello, para los usuarios especiales, ciertos caballeros que provocaban mi envidia. Años después, en una visita a Málaga, me acerqué al famoso mueble y vi un libro que me interesaba. Se lo solicité a la biblioteca, la misma viejecita de todos los años, y sólo cuando me senté a leerlo me di cuenta que estaba cumpliendo uno de los sueños de mi vida.

Semana.com: ¿Cuál fue el primer libro que lo cautivó?

T. A.: Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. Durante años temí despertar en una isla desierta. Me hubiera gustado leer en ese entonces Drácula, La isla del tesoro y Los tres mosqueteros, los tres títulos que siempre recomiendo a los muchachos.





Semana.com: ¿Fueron sus padres o hubo algún profesor o profesora que lo estimulara a leer y escribir literatura?


T. A.: Soy hijo de herrero, y en casa de herrero escritor de palo. No hay antecedentes literarios en mi familia. Mis abuelos fueron analfabetas, mis padres no terminaron la educación primaria. Mamá leía, papá no. Mi madre incluso vendió algunos de mis primeros libros. Fui el primero de la familia en llegar a la universidad. En Pamplona y luego en Bogotá. Contra viento y marea.

Tengo una Maestría en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana. En la Escuela Normal tuve dos profesores muy distintos, contradictorios y complementarios, que me marcaron para siempre: Elio Buitrago y Gabriel Suárez. Elio era milimétrico, ordenado, pedagógico hasta la saciedad. Y Gabriel, desordenado, caótico, maravilloso. Siempre llevaba un libro en el bolsillo de la chaqueta. De pronto, como por arte de magia, lo abría y nos leía un párrafo. Una vez leyó: “Hoy ha muerto mamá…” Alguna vez, frente al tablero y con la tiza en el aire, se volteó hacia nosotros para preguntar si Ernest se escribía con o sin h. Se refería, por supuesto, a Ernest Hemingway. Ese día, en ese instante, comenzó una de las pasiones de mi vida. Con el profe Gabriel supe de otros grandes autores que todavía me acompañan: Kafka, Moravia, Neruda, Camus, Flaubert. El profe Gabriel elaboró el pedido para la biblioteca de la Escuela Normal y de ese banquete bebí durante años. Los libros venían de Argentina y eran publicados por Losada. En los mercados de pulgas y en las librerías de viejo los sigo buscando como perro hambriento.





Semana.com: ¿En qué etapa de su vida eligió ser escritor?


T. A.: En la adolescencia, cuando cursaba séptimo grado en la Escuela Normal. Necesitaba un testigo de semejante acontecimiento y elegí al profesor de español, por supuesto. Bajando unas escaleras le dije que había decidido dedicarme a la literatura y dijo: “Ah, bueno”. Y cada uno siguió su camino.

Semana.com: ¿Cuál es su perspectiva acerca de los talleres literarios?


T. A.: Valen la pena. Acortan distancias. Se llega más rápido a los libros fundamentales. Sin duda los talleres hacen lectores, pero no siempre escritores.





Semana.com: ¿Cuál es su opinión respecto a la aplicación de un taller literario, como una estrategia para animar al niño a la lectura y a la escritura?

T. A.: Un taller debe hacerse sin notas ni tareas. El profesor tiene la perversa idea de volver trabajo todo cuanto toca. Un taller es un territorio de dicha y no de imposiciones. No es una materia más, una carga más, sino una oportunidad para la fiesta y la magia.

Semana.com: ¿Qué cinco libros recomendaría leer a un niño de 7 años?


T. A.: Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak. Ricardo, de Helme Heine. Monty, de James Stevenson. Cuentos de Andersen y Cuentos de los hermanos Grimm.



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