martes, 2 de febrero de 2016

Margarita / El hombre tacaño








Margarita Rosa de Francisco

El hombre tacaño

El tacaño es demasiado poquito como para mandarse a pecar con todas las de la ley; es el pobre diablo del espíritu.





La tacañería es un defecto tan gris como su protagonismo en la lista de los vicios. Estos últimos son más bien espectaculares porque tienen jerarquía de pecados por exceso. La tacañería no tiene ni siquiera el linaje de la avaricia, propia de las personas ambiciosas y generalmente con poder, ubicada además al lado de las desbordadas lujuria y gula en el santoral de los siete pecados capitales.


El tacaño es demasiado poquito como para mandarse a pecar con todas las de la ley; es el pobre diablo del espíritu; al que se le nota el ardor por gastar cantidades que nunca lo arruinarían, utilizando sus infantiles, obvios y a veces cómicos recursos para eludir compartir una cuenta, regalar o invitar. ¿Quién no ha estado sentado a una mesa con ese tipo al que le cuesta un trabajo bestial sacarse la billetera del bolsillo? (Señor tacaño, todos sabemos que usted es tacaño, puede también ahorrarse la escena de buscar como loco la tarjeta de crédito). Ese que siempre tiene la disculpa de no llevar efectivo es también estreñido con sus sentimientos, pues el tema de la tacañería es ante todo una condición del alma y no de la cuenta bancaria. Afortunadamente para él, las mujeres hoy en día trabajamos, tenemos la intención y la seguridad de poder ayudar a sostener un hogar, lo que le aporta un buen argumento para disimular mejor su escaso demonio.

Claro que hay mujeres tacañas, pero al hombre infortunadamente se le nota más, tan expuesto como está su papel como proveedor en las coreografías sociales. Me pregunto si la mujer, al estar diseñada para entregar su cuerpo como cuna de la descendencia humana, tiene instintivamente la tendencia a dar y por lo tanto a no presentar esta tara con frecuencia, o a concentrar su tacañería, si es que sucede, en puntos más superficiales.

El hombre amarrado es capaz de inspirar una cosa rarísima entre lástima, risa y sospecha, logrando a su vez que los demás se avergüencen más que él. Este individuo, que regresa tranquilo al confort herrumbroso de su casa creyendo que nadie merece nada suyo, es el hombre perfecto para la mujer que no da tampoco un peso por ella misma, pero que a cambio de su desespero está dispuesta a costear económica y emocionalmente cualquier compañía, así sea la de un personaje timorato que en la primera cita, y no precisamente por olvidadizo, le pide plata prestada para pagar el parqueadero.

EL TIEMPO



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