lunes, 1 de agosto de 2016

Mauricio Vargas / Ni jolgorio, ni velorio







Mauricio Vargas 


Ni jolgorio, ni velorio 

En el acuerdo de justicia, hay grandes logros, 
serios interrogantes y graves falencias.


12:36 a.m. | 27 de septiembre de 2015

Exageran por igual quienes vociferan contra el acuerdo sobre justicia alcanzado en La Habana por el Gobierno y las Farc, que quienes lo califican de histórico paso que deja la paz definitiva de un cacho. En un país donde, como decía García Márquez, hay más hinchas que opinión pública, muchos se alinean con pasión, en pro o en contra, sin haber digerido lo acordado. Con lo conocido hasta ahora –las decenas de folios del documento completo todavía no han sido divulgadas–, es claro que hay grandes logros, serios interrogantes y graves falencias.

Hay dos logros evidentes: que las Farc dejarán de matar pronto –no es poca cosa– y que sus jefes no se saldrán del lío con una amnistía general que borre de un plumazo todos sus crímenes. Para los responsables de los delitos más graves –lesa humanidad, secuestro o toma de rehenes, desplazamiento y desaparición forzados, ejecuciones extrajudiciales, tortura y violencia sexual– habrá investigación y juzgamiento por una jurisdicción especial.

Quienes desde el principio confiesen su participación y cuenten la verdad obtendrán condenas de entre 5 y 8 años, con privación de la libertad pero no en una cárcel, sino, por ejemplo, como integrantes de brigadas para el desminado. Quienes acepten sus crímenes ya iniciado el proceso, pero antes de la sentencia, pagarán entre 5 y 8 años en una prisión. Quienes no acepten responsabilidad se exponen a penas de hasta 20 años en una cárcel.

Comparado con la muy criticada ley de Justicia y Paz del gobierno de Álvaro Uribe, lo de ahora es mucho más blando. En aquel caso, el premio máximo a quienes confesaran y contaran la verdad era de una condena efectiva y en prisión de unos 8 años. Al incumplir, se exponían a la extradición a Estados Unidos, como aquella que afectó a una docena de capos del paramilitarismo. El acuerdo de La Habana también es más blando con los guerrilleros que con los militares que hayan delinquido en la guerra, pues los miembros de la Fuerza Pública en ningún caso podrán beneficiarse –a diferencia de los guerrilleros rasos que solo sean culpables de rebelión y conexos– de amnistía o indulto.


Que los responsables de Bojayá, El Nogal, los secuestros masivos, los campos de concentración en la selva, el reclutamiento de menores, el abuso sexual, las masacres y las desapariciones tengan la opción de no pasar un solo día en la cárcel no da para jolgorio. José Miguel Vivanco, de Human Rights Watch, que no es precisamente un uribista, señaló que hay “sombras de impunidad” en el acuerdo. Desde un principio quedó claro que los colombianos nos tragaríamos un enorme sapo en aras del final de las Farc: ahora sabemos el tamaño del batracio.


Hay serios interrogantes sin respuesta: ¿quién elegirá a los magistrados –entre ellos, algunos extranjeros– de la jurisdicción de paz? ¿Podrán los exjefes de las Farc, sentenciados pero no encarcelados, participar en política? ¿Qué pasará con las enormes fortunas acumuladas por ellos, gracias en parte al narcotráfico?


Ahí está una de las grandes falencias: como no hay mención alguna a esa riqueza –tierras, sociedades con testaferros, caletas con dólares y hasta cuentas cifradas en el exterior–, nada indica que con esos recursos vayan a reparar a sus víctimas. Esa reparación se hará con recursos del Estado, es decir, de los contribuyentes, entre los que están las propias víctimas: una paradoja indignante.


Y una cosa más: a diferencia del proceso de reconciliación de Sudáfrica, donde era clave que el victimario pidiese perdón a sus víctimas, en este acuerdo los criminales no tienen que hacerlo. Sin embargo, y a pesar de todas estas dudas, lo acordado en materia de justicia –aun lo que indigna– no da para velorio y marca un avance hacia el fin de las Farc. Para la paz hará falta muchísimo más.

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