lunes, 3 de julio de 2017

Raymond Chandler / James Cain / Luz negra


Perdición

Raymond Chandler / James Cain

Luz negra


Aunque dos de sus más enigmáticas novelas, tan concisas que estallan entre las manos, El cartero siempre llama dos veces y Doble indemnización, dieron lugar a tres de los más secos puñetazos a los ojos que ha dado Hollywood, James Cain odiaba con toda su alma el cine. Trabajaba para él, a veces vivía de él, pero lo despreciaba, aunque escribiese maravillas como Western Union, aquella galopante pesadilla filmada por Fritz Lang sobre el pellejo del viejo Oeste. Si Cain odiaba el cine, a Raymond Chandler le gustaba mucho, pero odiaba a quienes lo hacían. Los consideraba unos incorregibles palurdos, una panda de rebuznadores y de feriantes sin talento y con dinero, que sobornaban a escritores aristócratas como él para meter algo de nobleza dentro de sus latas de feo y plebeyo celuloide impregnado con la cáscara de las novelas que compraban para filmarlas y luego, filmándolas, convertirlas en papel de retrete.

El cartero siempre llama dos veces

Pero si Cain odiaba el cine y Chandler a quienes hacían el cine, uno y otro añadían a estos odios convergentes el que se profesaban recíprocamente. Cain consideraba a Chandler un tipo blando, que tenía más sed que un desierto en agosto pero que en realidad no sabía beber y agarraba cogorzas de aficionado. Chandler, a su vez, detestaba a Cain porque le parecía tan absurdamente americano que se emborrachaba por las mañanas, y esto era propio de tipos sin clase que, para colmo, no tenían ni idea de qué es eso de la caricia hablada y troceaba su literatura con filo de navaja sucia en vez de con la cuchilla de liguero de puta de acera que él empleaba para pulir su prosa de gamuza británica.


Un día encargaron a Chandler convertir en cine la novela de Cain Doble indemnización, necesitaba dinero y aceptó. Su lema era: "El único arte que hay dentro de una película está en el guión". Y se dispuso a dar dignidad de arte a la novelucha de Cain, aunque estaba seguro de que luego, en el rodaje, el director echaría a perder sus esculturas de palabras con celuloide de esparto barato. El director del futuro engendro era un perverso austriaco, de quien su mejor amigo (William Holden, un muchacho frágil y herido) dijo una vez que, en vez de ideas, su cabeza tenía dentro cuchillas de afeitar. Su nombre era Willy Wilder y, en correspondencia exacta, odiaba a Cain y a Chandler tanto como éstos le odiaban a él.
Para mayor náusea, la película era protagonizada por el siniestro húngaro Edward G. Robinson, un malo, feo y retorcido que esta vez iba a hacer de buena gente; por Fred MacMurray, un bocazas con cara de no enterarse nunca de nada, especializado en hacer papeles de ciudadano intachable y tonto, que esta vez iba a convertirse en un repugnante matarife, en un pelele asesino gobernado por una actriz con aspecto de pajarraco puntiagudo, Barbara Stanwyck, que se había dado a conocer con personajes de chica impertinente en comedias sofisticadas, pero que ahora iba a interpretrar a una hembra alimaña capaz de degollar a su padre.


El explosivo brebaje de la película parecía inexplicable: nada conjugaba con nada. Sólo podía salir de este cálculo de conjunciones entre ascos, odios e incompetencias el bulto de una exageración indigesta, hecha de negruras añadidas a negruras. "Basta una gota de miedo para que el amor se convierta en odio", dijo Cain. La película contaba un sórdido crimen americano adornado con perversidades europeas, y sobre el papel tenía pinta de una farsa truculenta, de risa gorda. Luego, ya hecha, nadie se explicó cómo con tanta barbaridad concentrada en el tarro se logró hilar un tan fino tejido de sutilezas. Aquí la titularon Perdición. Ha pasado medio siglo y acaban de reestrenarla. Sigue esta portentosa película dando lecciones de cosa incatalogable nacida hoy, ahora mismo, de maravillosa osadía irrepetible, de formidable acto de conjugación de errores convertidos en aciertos, de agujero por donde fluye de la pantalla en busca de nuestros ojos el viejo genio expresionista del cine negro, aquí en medio de su negrura más exacta, menos emborronada por la moral de la sacarina americana, más ajena al optimismo de laboratorio de la censura de Hollywood. Pura luz negra.


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